miércoles, 12 de marzo de 2014

Nota histórica sobre documentación científica (con moraleja)

Este texto se ha publicado a la vez en Aula Mater

Buscando unos papeles en el despacho he encontrado unas curiosas postales. Se trata de cuatro solicitudes de “reprints” de un artículo que publicamos en 1997 un estudiante de proyecto final de carrera y yo. Y es que no hace tanto tiempo conseguir la documentación que se necesita para la actividad investigadora era mucho más tedioso que hoy día.

Hoy uno busca lo que se haya podido publicar en su campo de interés desde el despacho, desde casa o incluso desde el teléfono móvil. A través de internet y utilizando herramientas, incluso gratuitas, muy potentes se sabe en un momento de las novedades. Conseguir los documentos completos puede resultar un poco más costoso porque la gran mayoría aún son de pago. Aún así, las bibliotecas universitarias están suscritas a multitud de revistas y el acceso electrónico a las mismas se controla a través de la dirección IP del ordenador, así que con estar en el campus se accede a muchos artículos con un click del ratón.

En 1997 había que ir físicamente a la biblioteca y pedir en un mostrador una base de datos. Podía estar en CDs que consultabas en un ordenador cercano, en microfichas o incluso en papel, como los aquellos enormes tomos del “physics abstracts” o el “chemical abstracts” (que mantuvo su edición de papel hasta enero de 2010 ). Cuando la consulta en alguno de esos índices o bases de datos proporcionaba un resultado potencialmente interesante comenzaba la segunda parte de la tarea, conseguir una copia del trabajo completo. Si había mucha suerte la biblioteca de tu universidad estaba suscrita a esa revista y no había más que buscar el número correspondiente y fotocopiarlo. Si no era el caso se podía solicitar por préstamo interbibliotecario. Pero otra práctica muy común era pedirle una copia directamente al autor, y antes de que el correo electrónico estuviera generalizado, eso se hacía por correo postal, con las tarjetitas de la foto.

Cada institución disponía de unas tarjetas preimpresas con unos huecos para rellenar nombre y dirección del autor y el título del trabajo del que se quería pedir una copia. Cuando ibas a la biblioteca en busca de novedades te llevabas un taquito de esas postales y, directamente del registro de la base de datos, copiabas la información para rellenarlas. Luego a franquear y al buzón. Con suerte, unas semanas más tarde te llegaba un sobre con el artículo solicitado y quizá algún otro del mismo autor sobre temas parecidos. Las cuatro postales de la foto son solicitudes que nos hacían desde Cuba, India, Checoeslovaquia y Chile de un trabajo que hoy se encuentra con solo pinchar aquí.

Habrá quien piense que esta historia es propia del abuelo Cebolleta (para los que no entiendan la referencia consultar aquí), y en parte tienen razón; pero sirve también para relativizar ciertas comparaciones. En los tiempos que corren de cerrojazo en la incorporación de nuevo profesorado a las universidades, algunos jóvenes candidatos, con excelentes currículos investigadores, proponen el despido de profesores más viejos que han publicado menos que ellos. No voy a negar que haya personas ocupando plazas de los cuerpos docentes universitarios que no merecen, pero no creo que sea una situación que se pueda generalizar, ni mucho menos. Sin embargo es necesario darse cuenta de las condiciones que rodean la investigación han cambiado tan deprisa en las últimas décadas que sería injusto equipara unas situaciones con otras. Estas diferencias no se deberían obviar en la valoración de las productividades de diferentes niveles de la “genealogía académica”:


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